Fue allí, una noche, cuando fornicábamos (como diría el finado), algo que, por lo general, ocurría frecuentemente, que se apareció Martínez. Su imagen fue impresionante. Surgió en medio de la habitación, siniestro y solemne como un pantócrator, pero sin libros ni tablas de la ley en mano, sino con la gran redoma que había prometido traer, complementada por un fenomenal cubo de metal como los que antes se echaban a los pozos, pero repleto de "Listerine", lo que deduje del pestazo que echaba el brebaje de marras.
Su visión me paró el corazón por unos instantes y me hizo sentir (todo hay que decirlo) un perfecto miserable, Clara no se llevó menor impresión. En perfecto reflejo de Paulov, como si fuera una rana sacudida por una descarga eléctrica, que eso parecía, metió la cara bajo las mantas y fue a depositarla sin reparo alguno sobre mis partes, algo que, por cierto, nunca había conseguido.
Mi cara automáticamente, y por efecto del amor, cambió de gesto y expresó la radiante sonrisa y beatífico agradecimiento que desconcertó tanto a Martínez que trastabilleó la redoma en sus brazos y cayó al suelo, donde se hizo escrupulosamente añicos. Ante la mirada indignada de la aparición, que quizá nunca se hubiese esperado una reacción así en su debú, y acuciado por las sacudidas de terror de Clara bajo las sábanas, mi cara irradiaba la suficiente dosis de satisfacción y ecuanimidad antes los trances amargos de la vida que el viejo, ofendido de veras y sin haberle dejado opción a articular palabra, tiró el cubo contra la pared de mal modo y se marchó, ahora sí para siempre.
Nosotros, exhaustos de emociones fuertes, y ya recuperados del susto, estábamos de acuerdo en que el espectro se ofendiese todo lo que pudiese con tal de que no volviera a aparecer en nuestras vidas, que fueron largas.
La munificencia del extinto me permitió pronto dejar de trabajar y dedicarme a lo que había sido mi vocación sin saberlo; cuidar de una cetárea especializada en jaibas, instalada en un galpón del jardín, producto que con esmero y mucha publicidad, logré introducir en numerosos restaurantes.
Clara también marchaba bien. El piso que Martínez tenía en la ciudad y que le legó con el resto de su fortuna, resultó estar repleto de cuadros de gran calidad por alguno de los cuales (porque el pintor llegó a ponerse de moda), se pagaron auténticas fortunas. Ella los vendía aprovechando la fama del pintor y los conocimientos de los cursos que había seguido en la materia. Fue la auténtica especialista de lo que pronto llamaron la "Escuela Psicoanalítica Madrileña", compuesta por una sola persona, y nombre acuñado en homenaje a quien se ponía a pintar en cuanto yo me marchaba con mis jaibas y la consulta quedaba libre de pejigueras hasta el día siguiente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario