Al abandonar la Catedral de Gante me sentí alterada. Tenía una sensación de inquietud que había somatizado con los clásicos nervios en el estómago y que no sabía a qué se podía deber. Tan sólo hacía unos minutos que había estado contemplando, o mejor dicho, admirando el cuadro de la Adoración del Cordero Místico, también llamado el Retablo de Gante, que se conserva en la vieja capilla de la Catedral.
Pronto me di cuenta de que esa inquietud me la había producido el cuadro. Y no es que se tratase de una sensación nueva, sino que me resultaba muy difícil de reconocer, por las poquísimas veces que la he experimentado ante una obra de arte. Era, sencillamente; emoción.
Para nada influyó el que se tratara de un cuadro de dimensiones colosales, con una historia alucinante y que, a poco que te fijes, ofrece un espectáculo preciosista, minucioso y repleto de detalles; colores intensos y brillantes, con un impactante juego de luces, etc., etc. Tampoco el hecho –que ahora conozco- de que ese políptico esté repleto de referencias esotéricas y de llamadas al simbolismo. Ni mucho menos, que se trate de un cuadro emblemático en la Historia del Arte, buque insignia de la llamada “Escuela Flamenca” que iniciaba los comienzos del realismo en la pintura. Todo esto, puede despertar el interés, pero nada más.
¿Qué había pasado esta vez? ¿Por qué esa pintura me había impresionado de aquella forma? El caso es que lo sé perfectamente; fue debido a la consciencia de percibir in situ belleza, y por la sorpresa que me causaron dos de las doce tablas que lo componen, concretamente la de Adán y la de los Ángeles cantores.
Adán, aparece desnudo, encerrado en un nicho oscuro y todo su cuerpo emite luz, como si se tratara de una bombilla. Me gusta ese hombre que no se muestra desesperado aunque acaba de perder el Paraíso. Ni siquiera está triste ni resignado. Está sereno y, sencillamente acepta el destino que le ha tocado en suerte. Eso sí que es una huída hacia delante, y por eso no se ha detenido y sigue andando. Pero lo que me dejó estupefacta fue ver el pie de Adán fuera del cuadro. Me da igual con qué intención se pintó de aquella forma, porque ese pie fuera de su lugar habla de mundos paralelos, y consigue –a modo de cordón umbilical- que Adán se escape de la tabla y penetre en el mundo real, a la vez que introduce al que cree estar en esa realidad, en ese paraíso que es el cuadro. Este detalle, me pareció sencillamente genial.
En otra tabla aparece un grupo de doce ángeles cantando. Son clónicos, con idénticos rasgos pero, a la vez, están individualizados y, por supuesto, son andróginos. Toda la preocupación con la que viven su real irrealidad se centra en la música, de tal modo que al observar la diversidad de sus gestos crees oír un coro cantando a diferentes voces (tenores, barítonos etc.) La genialidad de esta tabla es hacerte creer que, además de ver auténticos ángeles, los escuchas cantar. Seguro que alguien pensaba en el privilegiado estatus celestial que aguarda a los ángeles en el terrorífico agujero negro de la eternidad, cuando llamó a la sonrisa inconsciente e involuntaria de los recién nacidos; "sonrisa de ángel".
Por todo esto, desde siempre, pero ahora más si cabe, me fastidia que los “expertos” o “entendidos” en pintura tengan la osadía de afirmar que un punto negro (del tamaño de una nuez) sobre fondo completamente blanco es una obra de arte.