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Voy a describir una escena que nunca tendrá lugar:

Camina junto a mí, en actitud relajada. Le miro y compruebo que estamos allí… que está ocurriendo… que son futuros recuerdos. Me mira con una ligera sonrisa. La felicidad recorre su rostro. Entonces caigo en la cuenta de que la felicidad también recorre el mío.

Estamos muy alegres y reímos bastante. La conversación es trascendentalmente trivial, no pretendemos arreglar el mundo sólo pasar un rato agradable. La blancura de las luces del puente iluminado le confiere un aspecto irreal. Le pido que se detenga. Le interrogo: ¿Eres un ángel? Nunca sabrá las veces que he deseado fotografiar este momento, congelarlo y convertirlo en eternidad, impedir que lo disuelva el tiempo y que nunca se convierta en recuerdo. A veces siento que me va a explotar el corazón. Pero no lo digo, sólo lo siento.

 Seguimos conversando, cada uno con sus propias creencias, con su visión del mundo y de lo que nos deparará el final del camino. Incluso la fe más inquebrantable no puede evitar sentirse alguna vez amenazada por la duda. ¿Será la vida una ilusión o sólo una zona de paso, eterna a su manera? Tras formularme esa pregunta comprendo que ha llegado el momento. Levanto la vista y le miro, a continuación pierdo ligeramente mi mirada inclinándola para no focalizarla. Entonces digo con voz trémula y el sentimiento a flor de piel la segunda expresión más hermosa que existe, probablemente la más hermosa de todas:

“¡Qué suerte haberte conocido!




EL ARTISTA


“Cuando un hombre nace artista, toda su experiencia vital se filtra a través de los ojos del arte.

                  "En el arte como en el amor la ternura es lo que da la fuerza"

Un día nació en su alma el deseo de modelar la estatua del «Placer que dura un instante». Y marchó por el mundo para buscar el bronce, pues sólo podía concebir su obra en bronce.
Pero el bronce del mundo entero había desaparecido y en ninguna parte de la tierra podía encontrarse, como no fuese el bronce de la estatua del «Dolor que se sufre toda la vida».
Y era él mismo con sus propias manos quien había modelado esa estatua, colocándola sobre la tumba de lo único que había amado en la vida. Sobre la tumba de lo que más había amado en la vida colocó aquella estatua que era su creación, para que fuese muestra del amor humano que no muere nunca y como símbolo del dolor humano que se sufre toda la vida.
Y en el mundo entero no había más bronce que el de aquella estatua.
Entonces cogió la estatua que había creado, la colocó en un gran horno y la entregó al fuego.
Y con el bronce de la estatua del «Dolor que se sufre toda la vida» modeló la estatua del «Placer que dura un instante» (O.Wilde)



Una vez más traigo a este blog lo que me gusta y conmueve; son manifestaciones del arte..., siempre el arte... Quizás Proust no se equivocaba al sistematizar aquella maravillosa idea de que solamente con el arte se recupera el tiempo perdido.

¡Qué es el Arte? le preguntaron a un pintor casi legendario, un poco loco y muy vivido, a lo que éste respondido: “El Arte es una mujer a la que hay que estar queriendo continuamente”. Tan original respuesta ha inspirado este pequeño relato sobre un artista que no supo atrapar la vida, con permiso de Oscar Wilde.
Hubo una vez un artista que rozó la perfección, creó belleza y dominó la técnica pero en su constante insatisfacción se veía obligado a buscar algo más... Convocó a las musas, se entregó por entero a su trabajo, pero... vivía sin lograr la plena satisfacción. Una gélida mañana de invierno recogio un pajarillo del suelo  que agonizaba de frío. Intentó revivirlo con el tibio calor de su mano. Lo intentó con todas sus fuerzas pero el pajarillo murió, pero gracias a él comprendió que la voluntad no es lo que da vida al Arte, lo que da vida es el latido del corazón. 
Durante unos años fue feliz porque el corazón del artista latíó como jamás lo había hecho, y sus obras se llenaron de vida. Hasta que una mañana, sus obras, perfectas y hermosas como un sueño inacabado, dejaron de tener vida. La vida que dejó marchar, la vida que latía en el "aún más", la que habita en el brillo de un amor luminoso,  la que sólo prende en los momentos indelebles de rara perfección, la que vivía en los latidos, cuando fueron un corazón.  


EL RETABLO DE GANTE O LA ADORACIÓN DEL CORDERO MÍSTICO

1432. Jan y Jubert van Eyck

















 








Al abandonar la Catedral de Gante me sentí alterada. Tenía una sensación de inquietud que había somatizado con los clásicos nervios en el estómago y que no sabía a qué se podía deber. Tan sólo hacía unos minutos que había estado contemplando, o mejor dicho, admirando el cuadro de la Adoración del Cordero Místico, también llamado el Retablo de Gante, que se conserva en la vieja capilla de la Catedral.
Pronto me di cuenta de que esa inquietud me la había producido el cuadro. Y no es que se tratase de una sensación nueva, sino que me resultaba muy difícil de reconocer, por las poquísimas veces que la he experimentado ante una obra de arte. Era, sencillamente; emoción.
Para nada influyó el que se tratara de un cuadro de dimensiones colosales, con una historia alucinante y que, a poco que te fijes, ofrece un espectáculo preciosista, minucioso y repleto de detalles; colores intensos y brillantes, con un impactante juego de luces, etc., etc. Tampoco el hecho –que ahora conozco- de que ese políptico esté repleto de referencias esotéricas y de llamadas al simbolismo. Ni mucho menos, que se trate de un cuadro emblemático en la Historia del Arte, buque insignia de la llamada “Escuela Flamenca” que iniciaba los comienzos del realismo en la pintura. Todo esto, puede despertar el interés, pero nada más.
¿Qué había pasado esta vez? ¿Por qué esa pintura me había impresionado de aquella forma? El caso es que lo sé perfectamente; fue debido a la consciencia de percibir in situ belleza, y por la sorpresa que me causaron dos de las doce tablas que lo componen, concretamente la de Adán y la de los Ángeles cantores.
Adán, aparece desnudo, encerrado en un nicho oscuro y todo su cuerpo emite luz, como si se tratara de una bombilla. Me gusta ese hombre que no se muestra desesperado aunque acaba de perder el Paraíso. Ni siquiera está triste ni resignado. Está sereno y, sencillamente acepta el destino que le ha tocado en suerte. Eso sí que es una huída hacia delante, y por eso no se ha detenido y sigue andando. Pero lo que me dejó estupefacta fue ver el pie de Adán fuera del cuadro. Me da igual con qué intención se pintó de aquella forma, porque ese pie fuera de su lugar habla de mundos paralelos, y consigue –a modo de cordón umbilical- que Adán se escape de la tabla y penetre en el mundo real, a la vez que introduce al que cree estar en esa realidad, en ese paraíso que es el cuadro. Este detalle, me pareció sencillamente genial.
En otra tabla aparece un grupo de doce ángeles cantando. Son clónicos, con idénticos rasgos pero, a la vez, están individualizados y, por supuesto, son andróginos. Toda la preocupación con la que viven su real irrealidad se centra en la música, de tal modo que al observar la diversidad de sus gestos crees oír un coro cantando a diferentes voces (tenores, barítonos etc.) La genialidad de esta tabla es hacerte creer que, además de ver auténticos ángeles, los escuchas cantar. Seguro que alguien pensaba en el privilegiado estatus celestial que aguarda a los ángeles en el terrorífico agujero negro de la eternidad, cuando llamó a la sonrisa inconsciente e involuntaria de los recién nacidos; "sonrisa de ángel".
Por todo esto, desde siempre, pero ahora más si cabe, me fastidia que los “expertos” o “entendidos” en pintura tengan la osadía de afirmar que un punto negro (del tamaño de una nuez) sobre fondo completamente blanco es una obra de arte.