Acababa de llegar la nueva. La nueva era yo. Quería hacerles ver que aquél no era mi lugar natural y que era totalmente ajena a ellos, a esa numerosa prole de funcionarios que pululaba por allí.
Convencida de que estaría de paso, en tránsito a otro lugar mejor (exento de contribuyentes e impuestos) marcaba las distancias y procuraba no mostrarme sumisa. En resumen, mi actitud era la de una perfecta cretina, merecedora del rechazo general o –en el mejor de los casos- la indiferencia. El caldo de cultivo para hacerme odiar también era el perfecto; un lugar de trabajo en el que ya de por sí el aire estaba viciado y todo olía a polillas.
Pero no se trataba de prepotencia, tan solo estaba desorientada y muy perdida. Sólo ella lo supo ver. Me observaba con descaro y curiosidad, como a uno de esos extraños bichos que te llegan a inspirar cierta simpatía, precisamente por su rareza. Por esas paradojas de la vida, le había caído bien y me consta que les pedía a los demás que tuvieran paciencia conmigo. Yo, sin embargo, apenas reparé en ella. Algo increíble por otra parte, porque además de ser mi jefa directa tenía delante a un ser humano extraordinario e irrepetible. Su nombre era conocido en todas las dependencias -pues había hecho un largo periplo desde que muy joven entrase a trabajar- y el hecho de pronunciarlo ya era una especie de salvoconducto, tal era el respeto y la admiración que todo el mundo le profesaba. Su autoridad moral y sus dotes de liderazgo, muy a su pesar, eran incontestables. Organizó una movilización general de tal magnitud que los “politiquillos de turno” –siempre son “politiquillos”- empezaron a considerarla un peligro potencial, a la vez que se convertía en el objeto de deseo de todos los sindicatos. Se decía de ella que no era una mujer sino un tanque. Su peligro era ser quijotesca y moverse por fines nobles y altruistas. Por eso nunca pidió nada para ella, y cuando se lo ofrecieron por méritos propios tuvo el valor de rechazarlo, por puro placer.
Me enseñó todo lo que sé. En particular a tratar a la gente, a organizarme y ser productiva, a callarme a tiempo, a responder también a tiempo y a remontar las situaciones adversas. Siempre me repetía, y era verdad, que para dar la réplica nunca hay que precipitarse, tan solo esperar el momento adecuado, que siempre llega. Con el tiempo, y gracias a ella, fui aceptada y valorada, y aun hoy conservo amigos que fueron los compañeros de los primeros tiempos.
Por si todo eso no fuera suficiente, me empujó y me ayudó a sobresalir y a destacar, incluso a su costa. Y no sintió el menor pudor en reconocer que la superaba en algunas facetas profesionales. Una vez me utilizaron para jugarle una mala pasada y ella no sólo me concedió el beneficio de la duda sino que sentenció: “-Mira, entre nosotras no va a haber problemas nunca. Pese a quién pese…”Y es que aprendimos a no ser víctimas. Tampoco existió rivalidad, ni competencia, sólo apoyo y comprensión. Como consecuencia de todo ello nació una amistad indestructible.
El tiempo ha pasado. Dejó de ser mi jefa, abandoné esas oficinas y busqué nuevos horizontes. Seguimos desayunando juntas muchas mañanas y me cuenta como sueña con su próxima jubilación. De todos nosotros, y fuimos muchos, es la única que sigue creciendo como ser humano, y aun ahora, que parece que por fin se ha decidido a vivir para ella, sigue siendo la persona más noble y generosa que conozco.
Gracias a si -como siempre- fue el azar, o a quién corresponda, por la oportunidad de disfrutar de la amistad gracias a algunas personas en general, y del ideal de amistad en grado superlativo gracias a ella en particular.
Convencida de que estaría de paso, en tránsito a otro lugar mejor (exento de contribuyentes e impuestos) marcaba las distancias y procuraba no mostrarme sumisa. En resumen, mi actitud era la de una perfecta cretina, merecedora del rechazo general o –en el mejor de los casos- la indiferencia. El caldo de cultivo para hacerme odiar también era el perfecto; un lugar de trabajo en el que ya de por sí el aire estaba viciado y todo olía a polillas.
Pero no se trataba de prepotencia, tan solo estaba desorientada y muy perdida. Sólo ella lo supo ver. Me observaba con descaro y curiosidad, como a uno de esos extraños bichos que te llegan a inspirar cierta simpatía, precisamente por su rareza. Por esas paradojas de la vida, le había caído bien y me consta que les pedía a los demás que tuvieran paciencia conmigo. Yo, sin embargo, apenas reparé en ella. Algo increíble por otra parte, porque además de ser mi jefa directa tenía delante a un ser humano extraordinario e irrepetible. Su nombre era conocido en todas las dependencias -pues había hecho un largo periplo desde que muy joven entrase a trabajar- y el hecho de pronunciarlo ya era una especie de salvoconducto, tal era el respeto y la admiración que todo el mundo le profesaba. Su autoridad moral y sus dotes de liderazgo, muy a su pesar, eran incontestables. Organizó una movilización general de tal magnitud que los “politiquillos de turno” –siempre son “politiquillos”- empezaron a considerarla un peligro potencial, a la vez que se convertía en el objeto de deseo de todos los sindicatos. Se decía de ella que no era una mujer sino un tanque. Su peligro era ser quijotesca y moverse por fines nobles y altruistas. Por eso nunca pidió nada para ella, y cuando se lo ofrecieron por méritos propios tuvo el valor de rechazarlo, por puro placer.
Me enseñó todo lo que sé. En particular a tratar a la gente, a organizarme y ser productiva, a callarme a tiempo, a responder también a tiempo y a remontar las situaciones adversas. Siempre me repetía, y era verdad, que para dar la réplica nunca hay que precipitarse, tan solo esperar el momento adecuado, que siempre llega. Con el tiempo, y gracias a ella, fui aceptada y valorada, y aun hoy conservo amigos que fueron los compañeros de los primeros tiempos.
Por si todo eso no fuera suficiente, me empujó y me ayudó a sobresalir y a destacar, incluso a su costa. Y no sintió el menor pudor en reconocer que la superaba en algunas facetas profesionales. Una vez me utilizaron para jugarle una mala pasada y ella no sólo me concedió el beneficio de la duda sino que sentenció: “-Mira, entre nosotras no va a haber problemas nunca. Pese a quién pese…”Y es que aprendimos a no ser víctimas. Tampoco existió rivalidad, ni competencia, sólo apoyo y comprensión. Como consecuencia de todo ello nació una amistad indestructible.
El tiempo ha pasado. Dejó de ser mi jefa, abandoné esas oficinas y busqué nuevos horizontes. Seguimos desayunando juntas muchas mañanas y me cuenta como sueña con su próxima jubilación. De todos nosotros, y fuimos muchos, es la única que sigue creciendo como ser humano, y aun ahora, que parece que por fin se ha decidido a vivir para ella, sigue siendo la persona más noble y generosa que conozco.
Gracias a si -como siempre- fue el azar, o a quién corresponda, por la oportunidad de disfrutar de la amistad gracias a algunas personas en general, y del ideal de amistad en grado superlativo gracias a ella en particular.
¿"Pero no se trataba de prepotencia, tan solo estaba desorientada y muy perdida.?".
ResponderEliminarVenga, reconoce que aunque, un poquitito, una miajita, un adarme... ¡¡a veces disfrutas poniéndote borde!!
Bien por tu amiga!!
jajajaja...¿Sólo un poquitito borde? ¿Disfrutar quién, yo?
ResponderEliminarMe dices de todo: "borde", "bicho"... Yo también te quiero.