Subía en el ascensor con mi vecino del cuarto, un hombre de unos 70 años, menudo, consumido por la hiperactividad y tímido hasta decir basta. Ante mi sorpresa, y supongo que intentando superar el “trance” de los incómodos minutos invasivos de nuestros mutuos espacios vitales; en un arranque de simpatía sin precedentes –y totalmente impropia en él- me preguntó si estaba cansada, y antes de que yo pudiera responderle, él mismo contestó: “Sí que lo estás…, ¡y eso que haces deporte!" Lo dijo con tanta seguridad que cuando me preguntó a continuación: “¿Haces deporte, verdad?”, yo –nada deportista- me apresuré a responderle convencidísima de ello: “Sí, sí, hago muchísimo deporte. Todos los días". La surrealista charla finalizó cuando él añadió: “¡Ya se nota, ya!... Adiós”. “Hasta pronto”, dije yo. Nada más bajarse del ascensor y cerrarse la puerta me dio un ataque de risa.
Comprobado una vez más: en el ascensor es mejor estar en silencio sin levantar la mirada del suelo o, como mucho, hablar del tiempo pues en caso contrario quedaremos a merced de: ¡las absurdas conversaciones de ascensor! (Y ésta fue tan absurda que desde entonces he vuelto al gimnasio)
Es verdad que una charla entre paredes muy próximas, tiene algo de incómodo.
ResponderEliminarSuelo hablar mucho con los ancianos que me encuentro, aunque sé que poca baza habré de meter;y me voy tranquilo luego a casa, como un boy scout satisfecho.