Ocurrió una tarde de noviembre en un supermercado en el que me encontraba tratando de hacer una compra rápida, aprovechando que era una de esas horas intempestivas en las que no suele haber gente. Al volver un pasillo, y entrando ya en la amplia zona de la frutería, vi que un guarda jurado del supermercado y una cajera trataban de calmar a una niña que lloraba desconsoladamente. No soy una entrometida, pero sin pensarlo dos veces me acerqué a ellos y les pedí que me contaran lo que le ocurría a la niña. Lo que más me llamó la atención fue la tormenta de lágrimas que salía de sus ojos, una especie de lluvia torrencial que parecía no tener fin. Los desconcertados empleados, lejos de calmarla sólo conseguían que se alterase más y más. En ese momento un chino que llevaba un carro lleno de rollos de papel higiénico se unió al grupo.
El motivo del disgusto de la pequeña era que había perdido el billete de cincuenta euros que le había dado su madre para hacer la compra. Su llanto inconsolable parecía no tener fin. Dispuesta a que dejara de llorar, le sujeté la cara con mis manos y le dije mirándola fijamente a los ojos:
-No te preocupes niña, seguro que ese dinero va a aparecer.
Inmediatamente terció el guarda de seguridad:
-Eso es lo único que seguro no va a ocurrir.
-Él tiene razón, ya hemos buscado por todos los lados –dijo la cajera.
-¿Has buscado bien en todos los bolsillos de tu pantalón?, ¿estás segura de que llevabas el dinero cuando saliste de tu casa? -pregunté yo.
La niña hizo un gesto afirmativo con la cabeza. La intervención del chino tampoco fue muy afortunada cuando dijo:
-Nadie se va a enfadar porque hayas perdido el dinero.
La cajera arqueando las cejas en señal de contrariedad y sin importarle que la niña estuviera delante, dijo:
-Yo conozco a la madre, que viene a comprar aquí, y se ve que es gente muy humilde.
La niña palideció súbitamente y ante la indiscreción de la cajera pudo soltar finalmente todos los temores que guardaba dentro:
-No puedo volver a mi casa, mi madre me pegará.
A todas luces el aspecto y las ropas de la niña hacían presagiar que la pérdida de ese dinero provocaría un pequeño cataclismo familiar. Por fin el chino dijo:
-Niña, toma veinte euros.
Inmediatamente saqué de mi monedero la misma cantidad y le dije:
-Sí, seguro que tu madre no se va a enfadar.
Una anciana que se había sumado al grupo aportó el resto del dinero, poniendo como condición que la niña (que según dijo se parecía a una de sus nietas) dejara por fin de llorar.
Ante la sorpresa de todos, la niña se negó en redondo a coger el dinero y repetía:
-No, gracias, no puedo aceptarlo (qué lecciones de dignidad nos dan los niños a veces).
Entonces todos miramos expectantes al guarda de seguridad. Por la "autoridad" que representaba allí debía ser quien resolviera el problema. Él comprendió y con un fingido tono autoritario ordenó a la niña que aceptara el dinero y que comprara lo que su madre le había encargado, y que no dijese nada de lo que allí había ocurrido. Ella, obediente, tomó el dinero y, por primera vez, sonrió. El guarda, a su vez con un simpático gesto, le guiñó un ojo a la niña. El chino y yo nos miramos y sonreímos también, y yo, imitando al guarda y de forma espontánea, le guiñé un ojo al chino, que a su vez me respondió bajando la cabeza con gesto ceremonioso.
Esa tarde, al salir de allí, no dejé de pensar en el chino… ¿para qué querría tantos rollos de papel higiénico?..¡Qué buena gente ese chino!...Y así, entre pensamiento y pensamiento, me dije que era una lástima que aquello no hubiese ocurrido justo un mes después, en Navidad, porque todo habría sido mucho más bonito y menos prosaico.
El motivo del disgusto de la pequeña era que había perdido el billete de cincuenta euros que le había dado su madre para hacer la compra. Su llanto inconsolable parecía no tener fin. Dispuesta a que dejara de llorar, le sujeté la cara con mis manos y le dije mirándola fijamente a los ojos:
-No te preocupes niña, seguro que ese dinero va a aparecer.
Inmediatamente terció el guarda de seguridad:
-Eso es lo único que seguro no va a ocurrir.
-Él tiene razón, ya hemos buscado por todos los lados –dijo la cajera.
-¿Has buscado bien en todos los bolsillos de tu pantalón?, ¿estás segura de que llevabas el dinero cuando saliste de tu casa? -pregunté yo.
La niña hizo un gesto afirmativo con la cabeza. La intervención del chino tampoco fue muy afortunada cuando dijo:
-Nadie se va a enfadar porque hayas perdido el dinero.
La cajera arqueando las cejas en señal de contrariedad y sin importarle que la niña estuviera delante, dijo:
-Yo conozco a la madre, que viene a comprar aquí, y se ve que es gente muy humilde.
La niña palideció súbitamente y ante la indiscreción de la cajera pudo soltar finalmente todos los temores que guardaba dentro:
-No puedo volver a mi casa, mi madre me pegará.
A todas luces el aspecto y las ropas de la niña hacían presagiar que la pérdida de ese dinero provocaría un pequeño cataclismo familiar. Por fin el chino dijo:
-Niña, toma veinte euros.
Inmediatamente saqué de mi monedero la misma cantidad y le dije:
-Sí, seguro que tu madre no se va a enfadar.
Una anciana que se había sumado al grupo aportó el resto del dinero, poniendo como condición que la niña (que según dijo se parecía a una de sus nietas) dejara por fin de llorar.
Ante la sorpresa de todos, la niña se negó en redondo a coger el dinero y repetía:
-No, gracias, no puedo aceptarlo (qué lecciones de dignidad nos dan los niños a veces).
Entonces todos miramos expectantes al guarda de seguridad. Por la "autoridad" que representaba allí debía ser quien resolviera el problema. Él comprendió y con un fingido tono autoritario ordenó a la niña que aceptara el dinero y que comprara lo que su madre le había encargado, y que no dijese nada de lo que allí había ocurrido. Ella, obediente, tomó el dinero y, por primera vez, sonrió. El guarda, a su vez con un simpático gesto, le guiñó un ojo a la niña. El chino y yo nos miramos y sonreímos también, y yo, imitando al guarda y de forma espontánea, le guiñé un ojo al chino, que a su vez me respondió bajando la cabeza con gesto ceremonioso.
Esa tarde, al salir de allí, no dejé de pensar en el chino… ¿para qué querría tantos rollos de papel higiénico?..¡Qué buena gente ese chino!...Y así, entre pensamiento y pensamiento, me dije que era una lástima que aquello no hubiese ocurrido justo un mes después, en Navidad, porque todo habría sido mucho más bonito y menos prosaico.
¡Ay! SirenaVarada, pues yo lo encuentro de lo más poético, aunque no sea Navidad.
ResponderEliminarMe hace creer en la bondad del ser humano, tan denostada últimamente.
Un saludo.
Me alegro mucho, porque sucedió tal y como lo cuento.
ResponderEliminarEn cierta ocasión escuche por la radio más o menos esto: " El que quiere ser buena persona y tiene constancia en ello,solo por eso, se convierte en una gran persona".
ResponderEliminarEn el hospital de San Juan de Dios de Córdoba, a la salida se puede leer...."Si considerasemos lo grande que es la misericordia de Jesucristo, nunca dejaríamos de hacer el bien....mientras pudiesemos". Un ateo con imaginación le daría la razón a esta afirmación y en este mundo, las personas que más admiro son ateas.
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El título lo dice todo: Buena gente.
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