Siempre llegaba puntual a las clases de
español que impartía a un variopinto grupo de inmigrantes. Las daba a una hora
muy temprana de la tarde y todos sus alumnos eran chicos varones. Cuando Mary
hizo los cursos de voluntariado de la Cruz Roja fue advertida de que debía
mantenerse al margen de los problemas sociales y personales del alumnado (para
eso habían otros departamentos) y centrarse en dos cosas: Hacerse respetar, y
no vacilar nunca ante el objetivo que le había llevado a hacerse voluntaria, que
no era otro que el de enseñar a los inmigrantes a hablar el idioma castellano.
Había muy poca gente, por no decir nadie, que se hallase dispuesta a realizar
esta labor de forma desinteresada y gratuita. Mary contaba con ilusión y una
voluntad férrea pero dudaba de su capacidad pedagógica, y se sentía frustrada debido
a la poca atención que le prestaban los alumnos en clase. Siempre había un
murmullo de fondo, también se escuchaba algún que otro bostezo y, cuando no, un
atronador ronquido que desataba la risa general.
Pero aquella tarde a Mary todo le iba a
resultar muy diferente... Para evitar el molesto charloteo de los alumnos tuvo
la feliz separar a los compañeros del mismo idioma materno, pero el remedio fue
peor que la enfermedad, y ahora se hablaban entre ellos a voces. Empeñada en
cumplir, al menos, uno de los objetivos que se había trazado para ese día (enseñar
los nombres del parentesco directo) acabó gritando en medio de la clase:
"Tengo dos hermanos y una hermanaaaaaa". La última palabra
pronunciada en alto había mutado a un horroroso gallo que salió, sin permiso
alguno, y convirtió el aula en una jauría de carcajadas y golpes en la mesa.
Sin voz, miraba uno a uno a los chavales, que divertidos por su expresión de
estupefacción, alargaban más el jaleo. Algunos se habían incorporado y saltaban
como fieras en cautividad. De repente, en su mente en blanco, una revelación:
"la música amansa a las fieras", y recordó que llevaba en el coche un
CD que le había regalado una Editorial, con canciones tradicionales españolas,
así que, decidió que la clase podría continuar con una canción popular:
"La Tarara".
Salió del aula, regresó con el CD, y
reunió todas sus fuerzas para imponer de nuevo el orden. Decidió centrarse en
el estribillo de la canción -lo que menos dificultad tenía-: "Tarara sí,
Tarara no…" Cuando la música empezó a sonar, Mary acompañó el estribillo
haciendo gestos exagerados y cómicos para que todos hicieran lo mismo, a lo que
respondieron gustosos. Viendo que la cosa funcionaba, apagó la música para que
fueran los muchachos los que cantaran solos "la Tarara sí, la Tarara
no…". Sonaba sin acentos extranjeros...Todo se apaciguó con esas dos
frases con una melodía hipnótica que aunaba a criaturas tan diversas. Mary
pensó satisfecha: cantamos el estribillo
de La Tarara y acaban de un plumazo las diferencias y las guerras
gramaticales..., todos parecen estar de acuerdo y bien avenidos. Le habría
gustado estar cantando lo mismo repetidamente hasta el final de la clase, hasta
el final del curso. Comenzaba a relajarse después de tanto estrés y corría un
airecillo muy agradable en aquella tarde asfixiante y bochornosa del mes de
agosto, que la empezaba a liberar del sudor. Comenzaba al fin a dominar la
clase.
De repente se percató de que, por primera
vez desde que comenzara a enseñar español, se había producido un silencio
sepulcral, a la vez que todos aquellos ojos parecían salirse de sus órbitas fijos
en ella, mirándola con interés hasta entonces desconocido. Pero, pasados unos minutos,
el aula se volvió a desmadrar, también sin motivo aparente. Los causantes de la
algarabía eran dos chavales de color que se habían colocado unas grandes bolas
de papel debajo de sus camisetas, a modo de pechos, y hacían unos exagerados
ademanes de señorita repipi que ella no entendía. Entonces, disimuladamente, se
miró de reojo los pechos y descubrió con pavor que llevaba la camisa completamente
desabrochada y abierta, mostrando sus pechos rebosantes desparramándose en un
sujetador minúsculo. De inmediato intentó abrocharse la blusa pero, con tan
poca maña, que veía como, uno a uno, los botones se iban desprendiendo y
cayendo al suelo ante el regocijo general. Poseída por un ataque de histeria, se
quitó la camisa, la lanzó por los aires y fue a caer sobre la cabeza de un
alumno. Salió corriendo del edificio con tan sólo el sujetador que, en ese
momento, descubrió que no era suyo, sino el de su hermana, dos tallas menor, un
Wanderbrá (modelo este que ella nunca usaba ya que no era necesario dada su
natural exuberancia).
Aturdida ante aquel el involuntario striptease
que acababa de protagonizar y ofuscada con la idea de desaparecer cuanto antes
de allí, y que nunca más la vieran aquellos bárbaros, se subió a su coche y
salió a toda marcha. Cuando se bajó del vehículo pudo percatarse de que había llegado
a un pueblo a escasos kilómetros de la capital y que unos ancianos sentados en
la puerta de un bar la señalaban haciendo gestos obscenos… ¡No llevaba puesta
la camisa, tan sólo aquel minúsculo sujetador! Nuevamente el sudor recorrió
todo su cuerpo. Necesitaba cubrirse con lo que fuera y al ver que al final de
la calle había una estación de servicio, corrió hacia ella tapándose como pudo
con la esterilla del coche (¡Con la esterilla del coche!). Entró en la tienda y
compró una camiseta Cepsa bajo la mirada estupefacta del empleado.
De regreso a la ciudad, intentando
recuperar la calma, se escuchó a sí misma catando un estribillo que no se había
ido en todo ese tiempo de su cabeza, rallada como estaba: "La Tarara si,
la Tarara no…" ¿Quién sería esa tarara tarada? se decía. Era la canción
más detestable que había escuchado en su vida, aunque tuviera el mérito de
haber sido cantada al unísono y con buen acento por toda la Torre de Babel.
Sudorosa, paró ante el semáforo y bajó la
ventanilla del coche. Tenía la mirada fija en el foco rojo, cuando notó un
pinchazo en el cuello. Era la fría punta de una navaja:
-Tú, muguerr, darrme todo lo que lleves, y
la camiseta también -le dijo una voz juvenil con acento ucraniano.
El pinchazo se hacía cada vez más agudo y
profundo. Imposible -dijo ella- no, la camiseta nooooooo ¡Diosssssssssss, esto
no está pasando!
Empapada en sudor, se dio una enérgica
palmada en el cuello y acto seguido abrió los ojos de par en par. El picotazo
del mosquito casi en la línea de la yugular, justo donde la punta de la navaja,
la había devuelto al mundo de los vivos. Había dormido desnuda bajo las aspas
del ventilador de techo y el mosquito había cosido a picotazos su delicada piel
de seda. Todavía aturdida por la siesta catatónica y con el insecto que yaciendo
aplastado entre sus dedos, miró el reloj y vio que llegaba tarde a la clase. Se
vistió a toda prisa con lo primero que encontró: un sujetador (¡qué raro, me
queda algo pequeño), las braguitas, una falda vaquera y una camisa blanca, lo
primero que encontró, y salió de estampida… Mientras arrancaba el coche observó
que sobre el asiento de al lado había dejado olvidados unos libros de texto de la
Editorial Hachetta junto con un CD de propaganda de editorial: ”Cancionero
Popular Español” La primera canción del repertorio era “La Tarara”. En ese
momento, notó que empezaba a sudar a chorros, e inasequible al desaliento
comenzó a reírse: ¡Diossssssssssssssss, esto no está pasando!
Excelente madame, no sabe lo que le agradezco el que haya despertado, me estaba poniendo fatal.
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