(El relato "Jaibas" es una sutil y amable venganza contra la figura del psiquiatra y una reconciliación del protagonista con la vida cuando ésta decide que la moneda caiga de cara)
"…Mi psicoanalista dice que no quiere hacer juicios de valor pero que, a punto de jubilarse, se ve difícil lo mío. Lo dice con sinceridad. Le agradezco que no cargue tintas en su juicio profesional, y creo que la fortuna que lleva ganada conmigo refrena su boca –como buena brida que es-, incluso ahora que todo parece darle lo mismo; como a mí.
Eso nos une mucho. Cimienta nuestra natural y ya más que contrastada enemistad. En realidad –me dice-, ya no sabe quién va a ver a quién. Sólo el conocimiento del terreno que demuestro cuando cruzo el Centro Psicoanalítico Universal (CPU) para sentarme en el sillón más cómodo del mundo (a veces me pregunto si voy por eso), gastado por oleadas generacionales de traumas en estado gaseoso y cuando no espiritoso, me dicen quién soy yo y quién o qué el otro.
Por eso ya no hablamos más de mis jaibas, aunque él no quisiera y adelante el reloj para que acabe antes; de los insectos que metía en un gran frasco con tapa de bayoneta cuando era chico y de algunas idioteces más que con exclusividad forman mi mundo. Lo único que me interesa, para desesperación de este Freud madrileño. Le dejo sacar conclusiones de este círculo soldado por la cola que resquebraja el pasado, y cuando se cansa vuelvo a hablar de lo mismo; con dilección…
- ¿Y eso qué quiere decir? –me dice Martínez.
- Y yo qué sé –le digo indignado, después de lo que cuesta revivir con énfasis el episodio de la jaiba-. Tú eres el psicoanalista…
- Y tú un cliente muy raro, si me permites… -replica para defenderse.
- Muy raro debo ser si tú lo dices, con la de gente inconcebible que habrás visto.
- Tú entras ahí –se encara Martínez, que ese día estaba particularmente desagradable. ¡Justo cuando había decidido proseguir con el episodio de la jaiba!
- ¿Qué hay de raro en que ese monstruo de ojos en antena y manchas blancas y violetas en la tripa se me haya quedado en el subconsciente? –le arrojo desafiante-.¿Es que no has sido niño nunca, Martínez?
El otro parece despertar de su sopor, escarbando en sus recuerdos. Deja de mirar el reloj para ver si es la hora y responde.
- No estoy seguro…¿Sabes lo que pienso de ti y de tu jaiba? –dijo en el lenguaje directo de quien cobra a 15.000 pesetas. la hora y se las rifan todas.
- Pues si aún no han acabado los 45 minutos de la consulta, espero que me lo digas –refuté ya completamente ofendido. Mi ecuanimidad había sido siempre tan impensable como el sentido de la proporción y de la cordura que en absoluto me adornan.
- Pues la historia de la jaiba es falsa
- ¡Era lo que faltaba! Me llamaba sandio y luego me decía que lo de la jaiba me lo había inventado, cuando aún debe existir el hotel donde se crían y las palmeras que duermen cuando cae la noche:
- ¡Pues sí que existió, para que te enteres! –repliqué iracundo, pensando que si Martínez no me desgravase tanto a Hacienda, en ese preciso instante le habría dejado plantado con sus filias y sus fobias, su Escuela de Viena, su aparato administrativo y la colección de obscenos idolillos indonesios que saturaban la consulta con su mirada lasciva y su influencia maléfica."
(*Continuará)
Eso nos une mucho. Cimienta nuestra natural y ya más que contrastada enemistad. En realidad –me dice-, ya no sabe quién va a ver a quién. Sólo el conocimiento del terreno que demuestro cuando cruzo el Centro Psicoanalítico Universal (CPU) para sentarme en el sillón más cómodo del mundo (a veces me pregunto si voy por eso), gastado por oleadas generacionales de traumas en estado gaseoso y cuando no espiritoso, me dicen quién soy yo y quién o qué el otro.
Por eso ya no hablamos más de mis jaibas, aunque él no quisiera y adelante el reloj para que acabe antes; de los insectos que metía en un gran frasco con tapa de bayoneta cuando era chico y de algunas idioteces más que con exclusividad forman mi mundo. Lo único que me interesa, para desesperación de este Freud madrileño. Le dejo sacar conclusiones de este círculo soldado por la cola que resquebraja el pasado, y cuando se cansa vuelvo a hablar de lo mismo; con dilección…
- ¿Y eso qué quiere decir? –me dice Martínez.
- Y yo qué sé –le digo indignado, después de lo que cuesta revivir con énfasis el episodio de la jaiba-. Tú eres el psicoanalista…
- Y tú un cliente muy raro, si me permites… -replica para defenderse.
- Muy raro debo ser si tú lo dices, con la de gente inconcebible que habrás visto.
- Tú entras ahí –se encara Martínez, que ese día estaba particularmente desagradable. ¡Justo cuando había decidido proseguir con el episodio de la jaiba!
- ¿Qué hay de raro en que ese monstruo de ojos en antena y manchas blancas y violetas en la tripa se me haya quedado en el subconsciente? –le arrojo desafiante-.¿Es que no has sido niño nunca, Martínez?
El otro parece despertar de su sopor, escarbando en sus recuerdos. Deja de mirar el reloj para ver si es la hora y responde.
- No estoy seguro…¿Sabes lo que pienso de ti y de tu jaiba? –dijo en el lenguaje directo de quien cobra a 15.000 pesetas. la hora y se las rifan todas.
- Pues si aún no han acabado los 45 minutos de la consulta, espero que me lo digas –refuté ya completamente ofendido. Mi ecuanimidad había sido siempre tan impensable como el sentido de la proporción y de la cordura que en absoluto me adornan.
- Pues la historia de la jaiba es falsa
- ¡Era lo que faltaba! Me llamaba sandio y luego me decía que lo de la jaiba me lo había inventado, cuando aún debe existir el hotel donde se crían y las palmeras que duermen cuando cae la noche:
- ¡Pues sí que existió, para que te enteres! –repliqué iracundo, pensando que si Martínez no me desgravase tanto a Hacienda, en ese preciso instante le habría dejado plantado con sus filias y sus fobias, su Escuela de Viena, su aparato administrativo y la colección de obscenos idolillos indonesios que saturaban la consulta con su mirada lasciva y su influencia maléfica."
(*Continuará)
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