Jacaranda de ojos azules


Mamá:

"Necesito mirarte
para saber en tus ojos
de qué está hecho el cielo,
para beber en tu mirada
gotas de alma y de sueños"
(Txus de F.)





¿Acaso puedo pretender enseñarle algo sobre la vida a la mujer que me la dio? Por supuesto que no, pero puedo intentar alegrarle la tarde mostrándole las jacarandas del paseo del río. Desde cría me han fascinado los árboles y aún sigo disfrutándolos con ojos de niña. Me trasmiten la sensación de seguridad y de permanencia que siempre he necesitado; admiro como consiguen vencer al tiempo con majestuosa serenidad, testigos de todo con su mirada de madera. Las jacarandas del paseo florecen bien entrada la primavera y es un espectáculo que cada año consigue emocionarme y conmoverme. Y, aunque no lo diga, sé que a ella también.

Por eso voy a disfrutar, mami, de este paseo y de todos los momentos que voy a pasar contigo. Recorreremos sin prisa el camino que queda al lado de nuestro viejo barrio y mis pensamientos se sumergirán, con nostalgia pero sin tristeza, en los recuerdos más preciados de mi infancia. Una infancia que no se entiende sin ti.

Te pregunto si quieres que vayamos a pasear bajo las jacarandas. Llévame donde tú quieras, me respondes con la misma dulce condescendencia con la que me decías cuando tenía quince años que no estudiase tanto, con la que me prometías que me coserías el bajo del vestido azul, o con la que me preguntabas cuándo tenía previsto darle pasaporte al pesado de menganito que no paraba de llamar a casa… ¿Es posible impedir que te rompan el corazón? Me atrevo a preguntártelo porque sé que las madres sólo dicen cosas buenas. Entonces me contestas –con toda la inocencia y la sabiduría del mundo, con la vulnerabilidad de la enfermedad que te impide caminar, con tu dulzura infinita– que al final no somos nada si no reconocemos de donde venimos y qué nos ha hecho ser lo que somos.

Aparco tu silla de ruedas como aparco mi orgullo. En este momento te saluda una antigua amiga de tu época de maestra, la mejor de todas. Charláis un buen rato. Te pregunta si este verano piensas ir a la playa y tú le respondes que no quieres pensar en eso porque es el primer verano sin papá. Te has puesto triste y yo también, pero no pienso permitir que ese sentimiento se aposente sobre nosotras. Te despides de tu amiga y seguimos paseando. “Mira, mami, mira las jacarandas, esas ramas tan juntas, mira cómo se rozan sin pudor, se ponen burras…”. Tú te ríes y con tu corazón de madre emprendes la instintiva pero imposible tarea de corregirme: Nena, no digas barbaridades.

El camino de vuelta. Me doy el gustazo de emprender el regreso por el mismo paseo, esta vez sola. De repente un viento que huele a verano agita los árboles y llueven flores de las jacarandas, un par de ellas se posan tímidamente sobre mis hombros. Y entonces por fin lo comprendo: tú eres mi jacaranda, siempre lo has sido. Aunque ahora sea yo la que cuide de ti, en tu compañía siempre me embarga  la seguridad y la calidez del hogar. Cojo una flor de jacaranda de mi hombro, la huelo y recuerdo con gratitud tus preciosos ojos azules y pienso en la suerte que he tenido de que la primera noche de mi vida estuviese en tus brazos.



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