Siddhartha por un día





Dibujados en los contornos del mar tengo unos días de playa por delante… Hasta que llegue la marabunta….Hasta ¿pronto?




Sabes que siempre ocurre lo mismo. El primer día de playa, el primer paseo por la orilla del mar y te aventuras por los pasadizos de tu pensamiento en busca de ese santo grial que es la evasión. Inicias el paseo pesando que el mar y el rumor de las olas te van facilitar el acceso a la forma más trascendental de meditación: la mente en blanco. Lo anhelas, necesitas dejar de pensar y lo vas a conseguir: vas a volverte bradipsíquica, tu encefalograma se va a ralentizar y finalmente te vas a sumergir, sin reservas, en un estado de anestésica idiotez.

Los mejores deseos son aquellos que nunca se cumplen. Y me temo que este es un deseo de los buenos. Cuando has recorrido unos pocos metros de playa, te das cuenta de que estás más cerca de los astros que de mostrar una mirada indiferente y abstraída ¿Quién podría aislarse ante tal cantidad de grasa, tripas, flacideces, michelines, mollas, cartucheras, celulitis? ¿Quién podría aspirar a ser Siddhartha en ese oasis de desinhibición visual? Pese a todo te sientes frívola y optimista (más lo primero que lo segundo) y te haces un favor pensando: “bueno, después de todo, no estoy tan mal”.

Continúas el paseo y ni siquiera tratas de enmascarar una sonrisa malévola cuando observas a un ejemplar oriundo de villa-gimnasio, mostrando el resultado de muchas horas de esfuerzo, tenacidad, y constancia dedicadas al trabajo de la fibra muscular. Pertenece a esa estirpe de exhibicionistas que cuando se cruzan con una persona atractiva no la miran, sólo miran si ella lo está mirando. Súbditos del rey Espejo. Le diriges una mirada impúdica, a sabiendas que no hacerlo supondría una afrenta para su ego, pero no contiene un ápice de admiración o deseo –en contra de lo que él supone-. Nunca he pensado que el diámetro pectoral correlacione negativamente con el número de neuronas, pero me da en la nariz que el efebo que tengo delante no es Dostoievski.

Prosigues tu antes paseo ahora vía crucis. Observas esbeltos cuerpos de mujeres aunque, todo hay que decirlo, escasos y en su mayoría adolescentes. Pero indefectiblemente, vuelves a fijarte en las flacideces y más que nada en las obesidades que se cruzan por doquier y piensas: “¡Dios, espero que ese no sea mi futuro!”. Sigues caminando mientras intentas ahuyentar estas elucubraciones tan terroríficas. Ahora te percatas que en la playa el monopolio –hoy por hoy indiscutible- de la grasa se ve seriamente amenazado por una joven rival: la silicona. Inconfundible su presencia en aquéllas que toman el sol acostadas con los pechos inmóviles, como embudos de acero, sin desparramarse ni un milímetro, mostrando un busto que ha perdido la delicada textura de los flanes y ahora desafía enhiesto la ley de la gravedad.

Ha llegado ese momento en que sólo aciertas a ver cuerpos y no seres humanos y las diferentes formas de terrorismo estético que los segundos practican con los primeros. A lo lejos se ve venir a una mujer de unos 150 Kg. de peso, sus pechos parecen dos boyas colosales y ha tenido la feliz idea de realzarlos con un biquini fucsia con un estampado que imita la piel del Leopardo. Me encanta la gente que no muestra complejos (aunque eso no quiere decir que no los tenga). Ella no aparenta tenerlos y se exhibe como auténtica apología de la impudicia, preguntándonos a todos a través de su apariencia: ¿Y qué…? Ella es ella y su circunstancia (un biquini fucsia). Y yo la admiro por ello.

La micro-odisea playera ha finalizado. Te despides del mar quien creías musa de tus divagaciones y resulta que no lo has mirado ningún instante. Te das cuenta que, pese a todo, tu periplo por la evasión y el nirvana no ha resultado en vano, pues en ti acaba de germinar una certeza devastadora, inexcusable:

¡Esta noche cenaré fruta!